No podemos gustarle a todo el mundo, pero sí intentarlo

Cuando comienzo mí taller El arte de hablar en público lo primero que digo a los asistentes es que yo soy un facilitador, no un profesor y que el hecho de estar yo de pie y ellos sentados no me otorga ningún estatus especial y mucho menos la razón absoluta sobre nada de lo que se vayamos a tratar.

La comunicación es un acto emocional y como tal, lo que a uno le gusta a otro puede incomodarle e incluso repugnarle. Cuando pregunto si Obama les parece un buen orador todos responden afirmativamente. Acto seguido les recuerdo que en EE.UU. sigue habiendo muchos republicanos y seguro que muchas personas con gran animadversión hacia el gran orador. En este punto solemos recordar al político con mayor capacidad de comunicación, bajo mí punto de vista, del último cuarto del siglo XX, Felipe González, y les recuerdo que a muchas personas les revolvía su estilo y sus dotes de gran comunicador.

Es cierto que en este caso estamos hablando de política, lo que mete en la coctelera una carga emocional difícil de igualar. Estamos metiendo valores, sentimientos, principios y una forma de ver la vida y la sociedad que hace que para un simpatizante sea no prácticamente imposible, sino simplemente imposible ser objetivo con lo que está escuchando.

En todo caso, nuestra valoración de cualquier presentación y de su orador será siempre emocional, aunque algunos sigan obstinándose en creerse seres totalmente racionales, las emociones para bien y para mal presiden todas nuestras decisiones, como muy bien ha mantenido el célebre neurólogo portugués Antonio Damásio en toda su obra y muy especialmente en El error de Descartes: emoción, razón y cerebro humano.

Más recientemente, el profesor de la Universidad de Princeton, el búlgaro Alexander Todorov, ha hecho un experimento de lo más ilustrativo. A miles de personas se les mostraban fotos, para ellos, de desconocidos. Las fotos eran de candidatos que se habían presentado a Gobernador de Estado, al Senado o al Congreso de los EE.UU. En dichas fotos aparecían tanto el candidato perdedor como su adversario: el ganador. Los desconocidos tenían que elegir, entre cada pareja, qué persona le daba más confianza y le parecía más preparada. Esa decisión la tenían que tomar de forma casi instantánea, después de ver las fotos entre 40 y 400 milisegundos.

¿Qué crees que sucedió? Efectivamente, lo que te estás temiendo. Más del 70% de las personas seleccionaron al candidato que había ganado las elecciones. Dicho de otro modo: los votantes sin ideología afianzada probablemente lo hicieron por la cara del candidato.

Es cierto que Todorov aclaró que esta certeza se potenciaba cuando la persona tenía menos cultura política y se diluía cuando los entrevistados eran personas más formadas y comprometidas políticamente. En todo caso, el científico demostró que nos hacemos una primera impresión de una persona en 40 milisegundos, dato que deberíamos tener muy en cuenta cuando iniciemos nuestra próxima conferencia porque en ese breve espacio de tiempo los oyentes ya habrán decidido su opinión sobre nosotros: mucho antes de nuestra primera palabra por lo que esta debería ser lo suficientemente interesante como para intentar cambiar o potenciar esa primera imagen.

Como oradores no podemos gustarle a todo el mundo, pero sí que podemos intentarlo y debemos intentarlo desde antes de emitir nuestra primera palabra y muy especialmente en ese momento.

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